De vez en cuando es bueno alejarse un poco del vértigo de los hechos que nos sacuden a diario. Poner un poco de distancia a fin de bucear en algunas de las causas de esta realidad que tanto nos preocupa y disgusta. Para rescatar también, el valor de nuestra capacidad pensante, la misma que se necesita para rescatar los valores sobre los que se construye una sociedad y evitar otros que alcanzan el grado de indignidad.
Todo este preámbulo (quizás repetido) para entrar en un concepto que pareciera estar cada vez más impulsado, más promocionado en su papel de encubridor de la realidad. Y es la cuestión del juego institucionalizado.
El juego es propio del ser humano. Participa en su educación, en su diversión, en su descanso. Encauza pasiones y violencia. El juego como tal es bueno y necesario. Por eso se lo ha estudiado, organizado, reglamentado. Tanto que por ahí alguien definió al hombre como «homo ludens».
Pero al lado de este lado natural, están también los que viven por, para y del juego, al punto de caer en una pasión enfermiza.
De ahí el surgimiento de la explotación comercial del juego, que como da buenas ganancias se multiplica en variedades y oportunidades, hasta el punto de constituir una actividad económica (incluida entre los servicios) de crecida importancia.
Durante años el juego tuvo un fuerte tono clandestino que enriqueció a muchos malandras. Luego, un gobierno advirtió la mina de oro y entendió que legalizándolo lo controlaba y podía poner esas ganancias al servicio de proyectos sociales.
La idea en sí es buena. Ante la imposibilidad de erradicarlo, se lo encauza, limita, controla y orienta sus frutos hacia el bien común.
Pero de pronto y casi sin darnos cuenta, nos encontramos con la expansión explosiva del juego oficializado. Y desde los gobiernos nacional y provinciales aparecen prodes, lotos, quinielas, quinis, bingos, loterías, raspaditas, casinos, tragamonedas, etc.
Y todo con una publicidad apabullante. Los medios de comunicación social le dedican páginas y horas para hacer cábalas, pronósticos, estadísticas, relaciones con los sueños, concursos basados en el juego oficial y tantas otras cosas más. Y ni hablar de la increíble variedad y cantidad de concursos, premios y sorteos de los programas televisivos, radiales y de diarios y revistas. La competencia por lograr la atención del público está centrada en los premios más que en la calidad y veracidad de los temas tratados.
Todo un círculo integrado que encierra al hombre argentino en un ámbito que promueve al infinito la conducta del juego. Se juega de todo y a toda hora, con la promoción y bendición del Estado.
Una cosa es legalizar y encauzar el juego y otra muy distinta en meterle un cubilete en la mano a cada ciudadano en cada esquina.
Nuestros gobiernos vienen demostrando una iniciativa, una capacidad creativa y organizativa en el tema juego y en su difusión que ojalá la repitieran para crear trabajos productivos, para dar soluciones a la educación, a la salud, a la miseria, a la burocracia ineficiente, a la corruptela estatal y privada.
Con todo el ruido que se hace con el juego se intenta esconder la realidad social. Mientras que a la gente que la sufre se le da el mensaje que sus problemas se pueden solucionar mediante un golpe de suerte.
Los gobiernos deben transmitir y dar ejemplo en su accionar de que lo válido para construir es el esfuerzo diario permanente y constante en el estudio, el trabajo, la producción. La suerte aparece por ahí, pero no es para vivir pendiente de ella.
Los economistas viven hablando de la importancia y necesidad del ahorro como pilar para el crecimiento de un país. Pero aquí se lo dice sin fomentarlo, sin practicarlo. Claro, vende y entretiene más el juego.
Que me digan qué país se hizo grande sin el ahorro. Cuál creció promoviendo el juego. Cuál país solucionó la desocupación con el juego, cuál mejoró la educación así.
A lo mejor en el futuro hacen sorteos para garantizar salud, educación y trabajo a los suertudos, mientras que el resto se dedica con empeño a soñar números que les den la posibilidad en esos sorteos.
Tras la cortina de humo del juego oficial desapareció aquello de la cultura del trabajo y del ahorro. Ahora todo se orienta a que cada argentino apueste su futuro a un golpe de suerte y viva pendiente de ello. Los gobiernos han dejado de lado su responsabilidad de crear conciencia en los valores sólidos que permiten superar crisis como la que vivimos: el trabajo solidario y permanente (no interesa lo reiterado del concepto). Y que aunque ésto muchas veces tenga el dolor del sacrificio y de la larga espera, tiene también la alegría de la inserción creativa en el mundo, de la dignidad que otorga el trabajo a la persona humana.
¿Por qué los gobiernos dejan de lado los valores más elevados para caer en el facilismo inútil y dañino?. A lo mejor influye el hecho de que el juego se presenta como una aspiradora inmensa que saca dinero del bolsillo del pueblo, para terminar en los bolsillos de unos pocos pícaros, muchas veces relacionados con el poder.
Los gobiernos (pasados y presentes y con distintos grados de participación) han contribuido a decirle chau al ahorro, a la producción, al esfuerzo. Le dan la bienvenida al azar, al derroche en el juego, a la idea de la solución fácil y rápida (que muchos persiguen y pocos alcanzan).
De aquella cultura del trabajo a la que reiterada y falsamente nos convocan, hemos llegado a esta sub-cultura del facilismo y del juego. A una gran timba nacional: la Argenti…mba. Así nos va. Así es lo que les dejamos a nuestros jóvenes. Pobre Patria.
Publicada en EL DECAMERÓN – Año 1 – Número 26 – 26 de Septiembre de 1996
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