En la forma democrática y representativa de gobierno, «el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por la Constitución.» El principio requiere un fuerte y creciente espíritu participativo en todos los ámbitos sociales.
La persona humana, libre y responsable de sí, tiene el derecho y el deber de intervenir en la vida política, económica, social, cultural, educativa, etc.
La participación es una exigencia ética, pues cada uno, dueño de su destino, es sujeto activo y creador del orden político que le toca vivir. También, porque el bien común, que justifica toda la actividad humana y en particular la política, no puede darse sin una actitud participativa responsable, organizada en un marco jurídico sólido y eficiente. Y para cerrar el círculo, concretado éticamente.
Los partidos políticos son el medio para concretar la actividad política del pueblo, en tanto deben organizar y expresar las distintas ideologías de una comunidad pluralista. Los partidos resultan el cauce para que las personas con vocación de servicio puedan concretarla y para que elijan los demás dónde expresarse. Así, unos y otros son protagonistas, de acuerdo a capacidades e inclinaciones, en la construcción de su propio destino como pueblo. Los partidos deben convertirse en el ámbito de discusión y esclarecimiento de las causas y alternativas de la problemática nacional e internacional; deben ser ejemplo de democracia, con práctica en la vida interna en la confrontación de ideas, en la renovación dirigencial, en estudios y trabajos que den firme sustento a su acción política. Aprendiendo en lo interno, el respeto que deben garantizar luego a la sociedad.
Ello exige que la política se sustente en firmes principios ideológicos. Y que exista coherencia entre la idea y la práctica. El mundo real no se construye por casualidad ni por impulsos; sino como producto de acciones coherentes con principios que rigen el accionar de los hombres. La firmeza en la ideología propia y el respeto por las ajenas, deben dar sustento al accionar en el mundo de una política que busque la dignidad de la persona humana y el logro del bien común.
A grandes rasgos, lo señalado es lo ideal, y como tal, una meta a la que nunca se llega, pero que debe buscarse sin claudicaciones para todos y para siempre.
La gran dificultad para alcanzar niveles ideales de actividad política es la curiosa enfermedad de poder desarrollada en la sociedad. El poder a ejercer en cualquier ámbito, que se autoalimenta hasta querer volverse vitalicio, que hace olvidar la vocación de servicio y caer en el individualismo y la ambición personal, en la fiebre por tener más, en la necesidad permanente de ejercerlo sobre los otros y que éstos tengan conciencia de ello.
Esta realidad política se ha dado, con matices, tanto en el liberalismo, como en el comunismo. Es de la locura de la acumulación del poder, que nace la enorme y dañina sonsera de la muerte de las ideologías. El rechazo a las ideologías es, precisamente, otra ideología. La del poder por el poder mismo.
La política dejó de lado la vocación de servicio para caer en la acumulación de poder para satisfacer ambiciones de algunos individuos y su entorno. Se construye un círculo dominante, con reglas propias y especiales. Bajo la invocación democrática, todo se justifica. No se lo puede criticar, porque atenta contra la democracia. En el círculo se dejan de lado las diferencias cuando de defender posiciones se trata, hasta conformar una casta dirigencial que suele ser correcta en sus análisis durante la época electoral, para luego aislarse de la sociedad, olvidarse de sus ideas, hacer su conveniencia y defenderse corporativamente de las leyes que sancionan para todos.
La actividad política es vocación de servicio, herramienta para concretar los sueños que todas las generaciones hemos tenido de un mundo mejor. No una profesión o una actividad económica en sí misma, de la que se viva permanentemente.
Hay que cambiar.
Soñemos con la política ética que la sociedad pide y necesita. Y veamos de llevarla a la práctica, sin dejar el campo libre a los que por ignorancia o por corruptela han construido este sistema.
Tenemos varios años en democracia y es un notable avance sobre la dictadura que padecimos. Pero no nos durmamos en los laureles al permitir que unos pocos destruyan en su beneficio el concepto participativo de la política.
Estamos acostumbrados a escuchar que son éstas ideas imposibles de concretar. Pero esto viene de la misma política que suele justificar sus renuncios diciendo que política es el arte de lo posible. Y como no se puede evitarlo, dale con el enriquecimiento, con el poder absoluto, con la poca y mala educación, con la globalización dirigida desde las grandes potencias y que causan pobreza, falta de trabajo y descapitalización del país. Aquella es una definición del conformismo, de dejar que las cosas sigan como están.
Si pensamos en la política como el arte de hacer que lo necesario sea posible; es otro el enfoque de la actividad y otro el papel de todos y cada uno de nosotros. En una concepción así, no sólo que valen las ideologías, sino que son imprescindibles, porque dicen que es lo necesario y dirigen al poder.
Se impone cambiar el modelo de práctica política, desde nuestra actividad, desde nuestros reclamos, no esperando que otros en otro lugar y otro momento lo hagan. Al ideal hay que construirlo, no renunciarlo, no resignarse a dejar que nos cambien los sueños.
La política es para que todos participen, se expresen y trabajen. Para no dejarla en manos de unos pocos pícaros, que a la larga terminan deteriorando las mismas instituciones políticas de la democracia.
La política es para hacer posible lo que la sociedad necesita, para concretar la dignidad de la persona y el bien común.
Hay que empezar a cambiar esta politiquería de mala calidad que nos han impuesto. Desde ya, todos los días, a cada momento.
Publicada en EL DECAMERÓN – Año 2 – Número 38 – 5 de Julio de 1997